Los historiadores hablan de “épocas estables” y de “épocas de cambio acelerado”. No hay duda de que estamos en la segunda categoría con sus ventajas y riesgos: aumento del conocimiento, avances tecnológicos que nos deslumbran, pero también cambios de paradigmas (referencias éticas), crisis de valores, etc. No es exagerado admitir hoy día en que estamos en una verdadera revolución planetaria.
La llamada post-modernidad conlleva un elemento de desencanto con respecto a la época que le precedió, porque no se han dado las anunciadas mejorías fundamentales de la humanidad. Hasta un autor ha llegado a hablar de “El fin de la Historia” (Fukuyama), como si dijera: “¡Sálvese quien pueda!”
Lo cierto es que la nueva generación se encuentra sumergida en una oferta de falsas expectativas de progreso, desarrollo y felicidad, que se van constituyendo en iconos o falsos dioses a los que se sacrifica todo, y específicamente los valores morales, pero que no dan nada a cambio, salvo angustia, sensación de vacío e insatisfacción.
Surge así una oferta humana basada en el tener en vez del “ser”, volcada “hacia afuera”, con grave deterioro o ausencia de atención a su mundo interior, confundida muchas veces por una publicidad avasalladora, orientada a las apariencias, a la ostentación, al consumismo. Su resultado es una crisis moral generalizada, por la pérdida del rumbo moral desde los primeros años de vida, y el descuido de la calidad humana de vida.
Cuando el Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, escribió: “Sean justos para que sean felices” le estaba indicando a la naciente Nación Dominicana, que solamente sobre bases éticas y morales consistentes se podría sustentar un proyecto de Nación.
Una importante personalidad de la vida pública dominicana afirmaba hace poco que “la Nación está patas arriba”. Una de esas lacras morales, signo de la gran profusión de anti-valores que se anuncian y se viven es la “trivialización y la vulgarización” del amor”, con sus negativas consecuencias.
Ante todo, me permito hacerle notar al lector que lo que se ha querido siempre falsificar es lo que tiene mucho valor. Nada mediocre ha merecido la pena de ser falsificado.
Por eso, el amor es una de las experiencias humanas más falsificadas hoy en día. Estas “imitaciones” tienen una causa común: el egoísmo, la incapacidad de “negarse a sí mismo” para “nacer” a una nueva dimensión de la vida en la entrega generosa a otro ser, y a los demás.
La más corriente expresión de esa “falsificación” es la reducción del amor humano a una mera cuestión de placer. Se busca la otro, no por él mismo ni por lo que vale, sino porque lo necesito como un objeto para mi goce personal. La “prostitución”, esa lamentable lacra social, se nutre de este falso criterio, y está causando estragos entre la juventud de hoy y destruyendo hogares y familias.
Otra “falsificación” es el llamado “amor sin compromiso”: mero encuentro de cuerpos y almas que se entregan provisionalmente, para olvidar pronto su gesto de donación que, sin embargo, llevaba en sí exigencias de fidelidad y perennidad. Las novelas, las películas frívolas nutren con frecuencia su temática con ese tipo de conducta inmoral. Es el llamado “amor libre”. ¿Libre de qué? Libre de verdadera responsabilidad en la madurez, y por tanto ausente de auténtica felicidad…
Todo corazón sano sabe bien la exigencia de perennidad que hay en el verdadero amor, para que pueda por sí mismo sacar las conclusiones de estas “falsificaciones”.
Los jóvenes y los adultos inmaduros, a su vez, están tentados de “exhibicionismo romántico”: la sociedad y los amigos los compelen a buscarse cuanto antes “una parejita”, y se burlan de ellos si “andan solos”. De ahí vienen los “amoríos”, prematuras experiencias de encuentros sin bases de seriedad y duración, que terminan tantas veces complicando la situación en vez de solucionarla.
Decía Pascal: “El primer efecto del amor es inspirar gran respeto”. Y Antoine de Saint-Exupery, autor del famoso libro “El principito”, afirmaba:
“Amarse no es mirarse el uno al otro, sino mirar ambos en la misma dirección”.
El “jugar al amor” será siempre un juego muy peligroso, porque se están desencadenando energías poderosas y despertando impulsos latentes en el corazón humano, que luego es difícil o no se tiene la suficiente fuerza de voluntad para canalizar o detener a tiempo.
Felizmente, la vida nos ofrece a diario ejemplos de personas sanas que toman desde el principio con mucha seriedad la experiencia del amor humano. Deciden hacer ese acercamiento tan enriquecedor bajo el signo de la fidelidad, no de la mediocridad.
“¿Quieres que te dé mi opinión sobre tu amor? Dime si te ayuda a ser valiente”. C. Garcot
El auténtico amor implica la capacidad y decisión de entrega gratuita al ser que se ama. No tiene segundas intenciones ni busca recompensa. Esa capacidad de donación da la medida de la madurez humana, sin importar la edad que se tenga. Es lo más sublime del amor, y es signo de una personalidad adulta. Implica salir de la propia prisión, y proyectarse con alegría y responsabilidad hacia una nueva experiencia de vida compartida en la alegría y el respeto mutuos.
La Madre Teresa de Calcuta vivió esa experiencia de amor gratuito y total y por eso dio respuestas contundentes a quienes le preguntaban sobre su amor a los pobres:
“¿Cuánto hay que amar?, le preguntaron. “Ama hasta que te duela”, fue su respuesta. Y cuando le preguntaron por qué se ocupaba de los enfermos moribundos, en vez de atender a los menos graves, respondía: “Para que no mueran sin saber que alguien los ha amado”. ¿Eran familiares suyos? No, ella era de Albania, y los enfermos eran de la India.
Luego de estas respuestas tan profundas, se imponen al lector preguntas esenciales, que cada cual debe responder “con el corazón en la mano”. Por ejemplo: “¿Así es mi amor?, ¿El medio en que vivo me estimula a amar así? ¿La experiencia del amor me hace menos egoísta, o aumenta mi capacidad de donación?
Hay una característica del auténtico amor que no puede omitirse. Los existencialistas franceses – corriente filosófica de mediados del siglo pasado, uno de cuyos exponentes principales fue Jean-Paul Sartre propugnaban “un mundo cerrado”, donde Dios no tenía cabida. Incluso interpretaban la muerte como un salto al vacío que había que aprender a hacer con elegancia…
Pero para los creyentes, “la muerte es puerta, no término”, como afirmaba José Martí, el patriota cubano. Es decir: El amor humano es un reflejo del infinito amor de Dios, que nos creó “a su imagen y semejanza”. Por tanto, amar, es apostar al infinito, a lo eterno, a lo que perdurará siempre. Por es, el mismo José Martí insistía: “SOLO EL AMOR CONSTRUYE”. Y desarrollaba su pensamiento afirmando que “los hombres marchan en dos bandos: los que odian y destruyen, y los que aman y construyen”.
Por todas estas razones, podemos llegar a la conclusión de que el amor auténtico requiere tiempo, tiene un proceso de maduración lenta pero sólida, y que enriquece y da sentido a las más profundas aspiraciones de todo ser humano sano y deseoso de hacer fructificar su vida.
Rabindranath Tagore, poeta hindú y premio Nóbel de Literatura en 1912, escribió cuentos con mensajes muy profundos. En uno de ellos narra que, andando por un camino polvoriento, se encontró con un joven sentado en una piedra. Al verlo le preguntó qué hacía ahí, y el joven le contestó: “En mi prisa he dejado mi alma atrás y la estoy esperando”. En las cosas del amor hay que “bajar la velocidad” con que se vive hoy en día, para dar pasos seguros y firmes. La precipitación pudiera dañar el proceso.
Termino este tema, invitándola lector o lectora a escuchar “con el corazón” la canción “Por Amor”, del Maestro Rafael Solano, o la del mismo nombre escrita y cantada por su autor, José Luis Perales. Medita su mensaje y aplícatelo.
Y no olvides nunca, estimado lector o lectora, joven o adulto, que “el amor es la fuerza más grande que puede mover lo mejor que hay en ti y en el mundo”.
Conclusión
Publicada originalmente el 14 de junio del 2010
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