Todo educador, educadora, desde su fe en lo auténticamente humano o apoyado en una visión de fe trascendente, debe actuar en la historia con libertad responsable y con valor: o sea, debe ejercitar la dimensión pública y comunitaria de la esperanza. No basta con tenerla: hay que motivarla, alimentarla y activarla a diario en su comunidad educativa.
Esta vivencia se hará a varios niveles:
1. Ante todo, en la propia comunidad de docentes.
Cada educador debe convertirse en un testigo comunitario de la esperanza, por el estilo de las relaciones que promoveré entre sus miembros, por la forma como ayude a cada docente a crecer en esperanza, por la manera como ayude a superar el cansancio de los educadores desesperanzados. Debe aprender a dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros, rechazando las tentaciones egoístas que acechan y engendran competitividad, las ganas de sobresalir, la desconfianza y envidias.
2. A nivel de las familias de sus educados.
Ellas viven inmersas en la golpeante realidad cotidiana, y llegan a nuestras Instituciones educativas, cansadas, descorazonadas; sobre todo, confundidas. Se preguntan y preguntan a los educadores de sus hijos e hijas, si están ellos, los padres, haciendo lo correcto cuando permiten una cosa y no autorizan otra. Por principio biológico preceden a sus hijos y fueron formados en un mundo muy distinto al que viven hoy sus hijos e hijas. Cuando la Historia se acelera – como ocurre en el momento actual – se crean distancias abismales entre padres e hijos, y la perplejidad invade el corazón de los padres y madres, en la misma proporción en que sus hijos dan muestras de rebeldía e inconformidad.
La Institución educativa debe hoy tener muy en cuenta esta cruda realidad. Así
como ofrece consejeros para la joven generación, debería prever ayudas
profesionales para las familias con conflictos o con problemas de comunicación
con sus hijos.
3. Los educandos.
Es el grupo con mayor riesgo y el que más desafía al educador. Tiene que estar muy claro en su función de educador, porque “la tarea de crear un pensamiento crítico en los educandos no consiste en conservar solamente el pasado, sino en la redención de las esperanzas del pasado”.
Parecería un juego de palabras, pero no lo es. Porque es fundamental redimir primero la esperanza, rescatarla de las prisiones conscientes o inconscientes donde nuestros miedos la tienen aprisionada.
El educador de hoy pudiera haber quedado atrapado “en lo que sabe o en la experiencia que tiene” y desde allí pretender dar consejos a la nueva generación. Sería un grave error reducir a esta función su hermosa vocación de educador, hoy. Es por eso que cada comunidad educativa debe implementar los medios adecuados para mantener viva la esperanza en el diario quehacer de sus educadores, ya que sería muy difícil que la esperanza sobreviva en una comunidad educativa, si se debilitan o diluyen los lazos internos que la han constituido y la sostienen.
Si se debilita la esperanza nos vamos quedando sin vida, y nos limitaremos a sobrevivir. Para que esto no ocurra, la comunidad educativa tiene que estar abierta y orientada a toda expresión de vida y a toda novedad portadora de vida.
Estas condiciones pudieran exigir a una Institución cambiar su discurso educativo, y pasar de la coacción a la proposición, de la imposición a la racionalidad, de la competencia que enfrenta, al crecimiento personal y comunitario de cada uno de sus integrantes.
La auténtica esperanza, cual fuente de energía, provocará la búsqueda y la aproximación a toda expresión de vida, y hará evidente su complicidad positiva con todas sus auténticas manifestaciones. Sabrá descubrir en el asombro, las fuerzas reales – aunque imperceptibles – que actúan dentro de las personas y de los grupos humanos, con especial atención en lo que ocurra en cada nueva generación.
Quien cree y admite esta energía creadora, admite por lo mismo que hay infinidad de posibilidades de crecimiento y redención en cada ser humano, en cada educando.
Mi experiencia como educador de la juventud me ha confirmado en la creencia de que “en un minuto de claridad se ve hasta siempre”, y de que a cada ser humano Dios y la vida le regalan ese minuto salvador.
Admitir esta visión positiva y esperanzadora del quehacer educativo, es admitir también la propia responsabilidad en promover esos procesos, creando las condiciones favorables para que ese minuto salvador le llegue a cada uno de los alumnos y alumnas.
La adultez humana de un educador consiste precisamente en su capacidad para cultivar el tiempo educativo del presente de tal modo que prepare los cambios históricos deseables y buscados. Así es como se da, en la cotidianidad educativa, un feliz encuentro entre presente y futuro.
Pero esto implica, en la práctica, que en cada jornada, el educador busca promover espacios de vida, de redención, de auto-descubrimiento del universo interior en cada educando, de modo que a diario permita a la vida continuar siendo vida y esperanza en cada alumno. Hay aulas que son colmenas; otras parecen cementerios. ¿Por qué?
Como nunca antes, en este momento de la Historia, este tema tiene que convertirse en una llamada a la responsabilidad de cada educador y educadora, y una urgente invitación a las Instituciones educativas a adoptar la esperanza como un eje transversal que busque y acepte caminos diversos pero que conduzcan al mismo punto: recuperar la vida, promover la vida, defender la vida. Para ello es necesario recordar que, en educación como en el hogar, será vital que cada educando se sienta comprendido y acompañado por un hombre o una mujer de esperanza, que lo irá liberando de sus miedos y carencias, poco a poco, y con mucho respeto y amor.
Concluimos este párrafo aclarando que la esperanza no es ni individualista ni privada: es expansiva porque fue dada a un pueblo. Solo se puede conservar y acrecentar formando parte de un pueblo – una comunidad educativa – que la vive, cree y espera. Eso es lo que tiene que reflejar, en el mundo de la educación, una verdadera comunidad de esperanza.
Hemos llegado a un punto de nuestra reflexión donde se encuentran y se funden dos grandes valores: esperanza y vida.
El milagro de la vida que nace y se renueva en cada jornada, no es privativo del mundo biológico: también acontece en el universo del espíritu, y específicamente en la acción diaria de un auténtico educador.
San Pablo escribía a los primeros cristianos: “Hijitos míos, a quienes he engendrado entre cadenas…”. Engendrar es la expresión y fruto del amor. “Dar a luz” a la vida del espíritu, hacer emerger la conciencia moral, el amor, es un acto de alumbramiento moral. Por eso Sócrates, recordando el oficio de su madre, se llamaba “Partero del espíritu”.
Todo nacimiento es un misterio de vida. El misterio pedagógico aureola el nacimiento de un espíritu, la llegada de un ser libre al mundo y a sí mismo.
Hemos mencionado la expresión “amor”, que merecería un tema aparte. En el actual confusión moral los jóvenes se preguntan: ¿Quién nos estará diciendo la verdad? Escucharán, finalmente, al que los haya amado más. Sin esa proximidad amorosa, sin esa relación afectiva madura, no podrá realizarse jamás un acercamiento real, una voluntad de escuchar el mensaje de cualquier adulto. “Sólo el amor construye”, afirmaba José Martí.
Pero ese amor educativo tiene sus exigencias:
Esto le exige al educador mucha madurez humana, afectiva y espiritual. Alguien ha dicho que “la educación es una vocación suicida, porque prepara a otros para que no lo necesiten”.
Estamos adentrándonos en el misterio de la “muerte”, que exige toda experiencia de redención, como lo es el acto educativo. Tal ocurre en la vida del educador: sus alumnos llegan, conviven, pasan, y hay que dejarlos partir. ¿Volverán…? Juan el Bautista expresó muy bien esa experiencia de muerte en su ministerio: “Es necesario que El crezca y que yo disminuya”.
Al educador se le pide que pronuncie las palabras consecratorias de su decisión de morir simbólicamente para que otros, sus alumnos, tengan vida. Es como si les dijera:
“Educando, educanda: marcha con todas tus fuerzas en busca de tu auténtica libertad, y de tu propio camino. Si vives para complacerme, nunca serás tú mismo.
En cuanto a mí, déjame volver al comienzo de mi camino, y lanzar el mismo llamado de amor a aquéllos que un día también deberán liberarse hasta de mí”.
Pero ¿qué habrá ocurrido entretanto en el corazón del educando? Habrá percibido esa gratuidad, ese desinterés con el que su educador se ha entregado en cada jornada, y en consecuencia abrirá su corazón como se abre una flor con la luz del sol, y grabará para toda su vida los consejos de su educador. Como dice una estrofa de una hermosa canción:
“Siempre tendrás un lugar en mi corazón de niño.
Compañero de camino: TU ME ENSEÑASTE A VOLAR”.
Artículo publicado originalmente en diciembre del 2009
Carmen Quiterio
Dic 29, 2009
19:44 pm
Los artículos del Hno Alfredo Morales son extraordinarios, puesto que nos lleva, con claridad meridiana, al camino que debemos recorrer si de verdad deseamos ser verdaderos maestros.
En ellos nos deja ver su sabiduría y amor por el magisterio.
Gracias por compaertir con la comunidad de educadores sus ideas y conocimientos.
Leo con avidez sus artículos.
Gracias,
Carmen Quiterio
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